Roma en su esplendor consiguió
unificar a la mayor parte de mundo conocido. A este periodo hay que
remontarse tanto en lo histórico como en lo formal para comprender
muchos de los aspectos de lo que realmente fue la mayor universalización
tanto en lo referente a la vida diaria como en aspectos culturales,
teológicos, militares y constructivos.
Pero Roma y su poder caerán
empujados por dos fuerzas de signo bien distinto: el enemigo exterior
(papel que desempeñaron los pueblos "bárbaros" aprovechándose
de su degeneración) y el enemigo interior que no fue otro
que el movimiento social propiciado por una religión incipiente,
el cristianismo, que sembró en esa sociedad en declive los
valores de igualdad, dignidad y trascendencia.
Sería Carlomagno (742-814)
quien consiguiese reeditar el imperio y el cristianismo actuó
como elemento unificador. Logró el emperador ver cumplida
su obsesión de universalidad: "Una Iglesia, un Emperador,
un Arte, una Ciencia" y la impuso en sus dominios. Fue
ratificado por el papa León III ciñéndole la
corona imperial en San
Pedro de Roma el día de Navidad del año 800.
Esta cohesión imperial, impuesta
por la fuerza en muchos de sus aspectos, se deshizo a la muerte del
emperador dando paso a un periodo de anarquía, decadencia
y caos que propiciaron los propios miembros de la nobleza actuando
como verdaderos señores feudales. La Iglesia no fue ajena
a esta decadencia y los niveles de degeneración y simonía
se equipararon a los alcanzados por los señores feudales
con los que en muchas ocasiones existía una total identificación.
El monacato ante el desarrollo de
los acontecimientos propulsó una reforma que alcanzaría
a obispos, papas y reyes. Fue en Cluny hacia el año 910 cuando
prendió esta chispa renovadora que se extendió con inusitada rapidez por
todo el mundo conocido, en gran parte ayudada
por el hastío y rechazo del pueblo hacia todo lo que había
tenido que soportar durante y tras el Imperio Carolingio. Se dice de la
Edad Media que fue como un largo y oscuro túnel en
el que el monacato permitió mantener vivos los legados culturales
que, cuando el momento fue propicio, germinaron y florecieron en
la brillante época del Renacimiento.
La abadía de Cluny, fundada
en 910 por Guillermo el Piadoso duque de Aquitania, estaba bajos
las órdenes directas del Pontífice Romano. En
923 el abad Odón, con consentimiento de la Santa Sede, acometió
la reforma cluniacense fundando y refundando monasterios que quedaban
bajo la potestad del abad de Cluny gobernándose por un prior
dependiente de aquél. Cluny se convirtió
en un verdadero señorío feudal con derecho de investidura
e ingresos económicos de sus monasterios filiales, con un
gran poder e influencia en la sociedad medieval.
Realmente hubo una aristocratización
de los monasterios entendiéndose así el peso específico
de la cultura existente en ellos. En su mayor esplendor Cluny tuvo
bajo su dominio más de 1000 monasterios. Cluny
también se hizo cargo del movimiento peregrino hacia Santiago
de Compostela jalonando su recorrido de monasterios y albergues
en los cuales la iconografía de capiteles y tímpanos
servía para instruir al peregrino en el conocimiento de la
Historia Sagrada, en sus formas de comportamiento y en los premios
y castigos que recibirían según su forma de vivir.
Para el profesor Domingo Buesa, el éxito de los benedictinos cluniacenses se basó en una magnífica gestión de la muerte. Ellos transmitieron al pueblo la idea de que, por grandes que hubiesen sido sus pecados, podían ser perdonados por medio de las misas y de la oración encaminada a la salvación de sus almas. Nadie quería ser condenado para toda la eternidad a los tremendos castigos del infierno. De ese modo, a cambio de numerosos estipendios, la gente se enterró lo más cerca posible de los templos y pagó por su salvación eterna. Además, los benedictinos guardaron la memoria de los muertos ilustres en panteones dando fe de unos nobles linajes que permitían a sus descendientes gobernar al pueblo mientras contribuían también a la riqueza material de la orden cluniacense y a su imparable expansión.
Todo ello
ya desde tiempos de Carlos Martel, abuelo de Carlomagno, con el denominador
común de la lucha contra el "moro", verdadero enemigo
exterior que sirve de referente para mantener la unidad a fin de
frenar su avance y reconquistar el territorio perdido tanto en el
plano físico como en el espiritual. Jerusalén
y los Santos Lugares constituyeron un acicate negativo para la cristiandad.
Fruto de esta situación sería la aparición
de las Ordenes Militares, verdaderos monjes-guerreros, en orden
a conseguir su liberación.