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Una de las piezas con mayor
sabor románico sin lugar a dudas en este monasterio es el refectorio
de los conversos. En los monasterios cistercienses
convivían, aunque separadas, dos comunidades. La de los monjes
y la de los conversos. Estos últimos eran el eslabón necesario
para la relación entre la comunidad monástica y el mundo
exterior. Sometidos a votos y regla monástica; pero en un escalón
inferior al monje del que se les separa, tanto en el refectorio como
en la iglesia. Ellos siguen los oficios tras la reja. En el espacio de
los conversos al cual tienen acceso independiente.
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Pues bien, esta sala
-magnífica en su edificación- se halla a continuación
de la cocina separada de la misma por un pequeño pasillo. Su orientación
es este-oeste, perpendicular al refectorio de los monjes y formando ángulo
con la cilla (ver
planta). Sus dimensiones son de 30 x 13 metros. Junto con la cilla
compone el ángulo noreste de lo que hoy es el claustro renacentista
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El acceso a esta sala
se efectúa a través de una portada de doble rosca dovelada, con
la única decoración de escocia en su bisel. Lucen sus elementos
marcas de cantería. Su interior es sobrecogedor.
Cinco columnas centrales erigidas desde basas y coronados por capiteles
reciben el empuje de las bóvedas de crucería conformando
en planta dos naves paralelas de seis espacios cuadrados cada una. Fajones levemente apuntados
que voltean entre los capiteles y hacia los muros, en donde los reciben
ménsulas embebidas con sus ya conocidos perfiles de cinco rollos
(Imagen 6). Las nervaduras de las bóvedas tienen
sección trifoliada y en el punto de apeo se afilan para encajar
con elegancia en el diedro de los fajones (Imagen 9).
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La decoración
de los capiteles es de una elegante sencillez que busca los contrastes
de luces y sombras a base de pequeños surcos entre los que hallamos
bolas -a veces también surcadas- o piñas. Varía la
decoración de su zona superior, en la que podemos encontrar taqueado
jaqués (Imagen 1).
Los juegos de luces
y sombras así como las diversas perspectivas que ofrece la sala
al variar nuestra posición hacen que tratar de captar con la cámara
las sensaciones recibidas sea un ejercicio absolutamente intemporal. El
tiempo parece haber quedado fuera de esa portada que hemos traspasado
para penetrar en ella. Hay que sentirlo.