Decir que
el interior del templo es sobrecogedor, no es sino imposibilidad absoluta
de transmitir con palabras los sentimientos. Hay que ir allí y
sentir su encanto. La suave penumbra del templo es suficiente para
que una vez acostumbrada la vista pueda disfrutarse de su envolvente
presencia. La luz entra con suavidad por sus amplios ventanales de gran
derrama inferior iluminando la cabecera y encaminando inconscientemente
nuestra mirada y nuestros pasos hacia allí. Pasos que resuenan
como cañonazos cuando el templo se halla vacío, provocando
un cierto grado de inquietud en la serenidad percibida.
A las horas
en que hay oficios litúrgicos se puede acompañar a la comunidad
monástica compuesta por unas dos docenas de monjes. Uno de ellos
abre la verja que separa los dos tramos posteriores del templo permitiendo
el acceso a los bancos situados tras el coro que ellos ocupan. Sillería
de madera labrada en la que los monjes pasan casi desapercibidos. El órgano, el misterio y fascinación de sus plegarias salmodiadas hacen
que el tiempo se detenga. A ese momento de la hora sexta corresponde la
imagen 1, tomada desde la entrada al templo.
Más
tarde al declinar el sol el oficio de vísperas es si cabe aún
más intenso, por cuanto que la iluminación del templo cambia
y la luz entra por los óculos de poniente, quedando la cabecera
en semipenumbra. El ambiente,
el silencio, los monjes blancos deslizándose hacia sus misericordias
mientras uno de ellos salta para alcanzar el cabo de la soga que hace
sonar la campana existente en un pequeño campanario octogonal sobre el
tejado del crucero. Campana que desde dentro del templo parece tañer
lejos, muy lejos. Allá en el mundo exterior... faltan palabras.
Hay que sentirlo.