2-
Los Cimientos.-
Por regla general el cimiento
es tan solo una prolongación del muro más allá del
nivel del pavimento. No existe en esta época la idea de crear una
superficie de sustento para el edificio que se ha de erigir y si el edificio
es de nueva planta, a lo más se recurre a abrir zanjas y dejar enterradas
unas hiladas del muro.
En numerosas ocasiones
los constructores acuden a la solución de buscar un estrato rocoso firme
sobre el cual asentar directamente la fábrica. En otras asientan los muros
sobre estructuras edificadas con anterioridad. Justifica esto algunos perímetros
u orientaciones fuera de lo que es la norma, como en el caso de la imagen
superior. Corresponde a la ermita de San Valero en Velilla de Cinca (Huesca)
que está edificada sobre un antiguo templo romano que le presta su
planta cuadrada y los restos y materiales de su basamento. Por
fin, como caso excepcional si el terreno es abundante en agua, fundamentan
el edificio sobre cimientos de madera soterrados sobre los que alzan los
muros. Es la forma en que se cimentó San Adrián de Sásabe en Huesca excepcionalmente situado en la confluencia de dos barrancos. Esta circunstancia ha hecho
hilar muy fino en las labores de drenaje del templo para no bajar el nivel
freático por debajo de los maderos que la cimientan, que de hacerlo
se se desecarían aplastándose y dañando a la fábrica
del templo.
3- El Muro Románico.-
La forma de edificar un
muro en época románica es herencia directa de los geniales
arquitectos que fueron los constructores romanos. El tipo de técnica
empleada es lo que se denomina "muro compuesto" o "emplectum"
y consta de tres capas: un núcleo formado por ripios
consolidados con mortero de cal y sendos acabados exteriores. La
imagen inferior corresponde a la ruina del cilindro absidal de Medianeta en el Alto Gállego (Huesca). Resaltados en amarillo están
los sillares de las capas exteriores del muro, entre las cuales se dispone
el núcleo formado por mortero de cal y ripios.
Realmente lo que están
haciendo estos constructores es fabricar un "encofrado" de forma
semejante a como hoy se realiza pero sustituyendo las planchas metálicas
-que se retiran al consolidar la fábrica- por bloques de piedra tallada
para que además de conformar un espacio interior donde fabricar el
núcleo del muro, le aporten el acabado tanto al exterior como al
interior.
En las obras más
antiguas, se emplean los sillarejos apenas desbastados, y en la etapa plena
del románico se utilizan bloques de piedra sillar bien escuadrados
y ajustados en sus superficies vistas y de apoyo. Hacia
el interior del muro la piedra no necesita ser tallada con cuidado porque no
se verá. Y su propia irregularidad en la profundidad de penetración
en el núcleo aportará cohesión a ambas capas. Este
es el fundamento de colocar sillarejos a tizón: al disponerlos de
modo que su mayor longitud se hunda en el centro del muro, consolida y ata
sus distintas fases. Si la mezcla de mortero de cal
es la adecuada y en consecuencia el núcleo del muro es sólido,
es suficiente para rigidizar el mismo hasta el punto de que los acabados
de piedra vista sean meramente decorativos. La demostración de esta
idea son los edificios en que se han expoliado sus sillares para reutilizarlos
("la mejor cantera disponible es un edificio abandonado"). Permanecen
en pie gracias a la rigidez del núcleo de sus muros.
En ocasiones, en el espesor
del muro se dejaban maderos emparedados a modo de "durmientes"
esperando que aumentaran la estabilidad del mismo y evitasen alabeos. El
riesgo es que si la madera no es de suficiente calidad al descomponerse
lo que originaba era la debilidad de la obra. Un ejemplo
de esto lo he visto en los restos de amurallamiento del castillo de
Marcuello en Huesca. La existencia de estos maderos, al igual que restos de otros abandonados dentro de mechinales edificativos, tiene relevancia porque es posible su datación mediante determinación de carbono-14 o por dendrocronologia ofreciendonos una fecha post quem para el muro que los contiene.
Además de los acabados
exteriores a base de sillarejos y sillares, también se utilizan mampuestos
y ladrillo en sustitución de la piedra trabajada. Y en fases avanzadas
de la época medieval, se llega a prescindir de las capas exteriores
del muro, encofrando con planchas de madera sujetas por vástagos
que dejan unos orificios regularmente distribuidos por la obra.
El muro románico
es de gran espesor. Suele medir alrededor de un metro en los pequeños templos rurales
que estamos acostumbrados a ver. En el constructor de esa época primaba
la estabilidad de la obra sobre cualquier otra circunstancia. Por ello creaba muros
de gran potencia y con escasos vanos por miedo a debilitarlos. La consecuencia es que
la luz al interior es escasa creando ese efecto de oscuridad que estimamos
consustancial al románico y que no es sino temor del operario a debilitar
el muro.
Si la obra no se pensaba cerrar con una bóveda
de piedra, el muro podía ser de menor espesor; pero si tenía que soportar los notables empujes de las bóvedas, todo era poco: amplio
grosor, escasas ventanas, contrafuertes y la puerta al hastial de poniente,
muro que no soporta el empuje de la bóveda.
En las obras de notable
altura, como las torres militares, a medida que ascendían en la obra rebajaban
el espesor del muro. En parte para disminuir el peso total de la fábrica,
y también para tener un punto de apoyo de las soleras de las distintas
plantas gracias a los retranqueos. En
las torres-campanario se aplica la misma idea, con el resultado de aumentar
el numero y amplitud de vanos a medida que se gana altura. Arriba las cargas
son escasas y abrir amplios vanos aligera la carga total que ha de soportal
la base. El resultado es estéticamente bello.
El arquetipo del muro románico
-a tenor de lo visto- es el muro pesado, recio y con pocas aberturas por
miedo a debilitarlo. Ese es el esquema inicial que condicionará el
aspecto interior. El crecimiento en altura de los templos se verá
limitado por la pesadez del muro que llega a ser incapaz de soportar su
propio empuje. Y además habrá de recibir las cargas de las
bóvedas. El gran avance en este campo surge
cuando -como en tantas otras disciplinas de la vida- se experimenta con
formas aparentemente contradictorias. Algún maestro constructor se
debió de dar cuenta de que la clave no estaba en hacer muros más
recios y por tanto más pesados, sino en articularlos de manera que
con menos peso fueran capaces de transmitir los empujes de las bóvedas
y el suyo propio. Quizá la clave fue entender
el funcionamiento de las bóvedas de arista. En ellas las cargas
se transmiten por los pilares de las esquinas, pudiendo calar los cuatro
muros que resultan innecesarios desde el punto de vista de transmisión
de empujes.
La consecuencia es clara
en lo evolutivo. Para poder elevar el muro hay que articularlo y aligerarlo.
Surgen así los grandes arcos formeros de comunicación entre
nave central y laterales, apeando el muro de separación solo en pilares
muy separados. Y por encima, una nueva articulación del muro, el
triforio, a modo de sucesión de pequeños arcos formeros consecutivos.
Y aun más arriba, el claristorio. De nuevo una colección de
vanos por los que penetra la luz. Y todos ellos transmiten con eficacia
el peso de la bóveda de piedra hacia abajo. Lo que hubiera sido impensable
con un muro continuo de un metro de espesor. No hubiera podido aguantar
su propio empuje.
Si
de lo meramente formal damos el salto a lo ideológico, estamos ya
viendo a través de la elevación de las naves con sus muros
articulados plenos de vanos que dejan filtrar luz el nuevo estilo que imparable
acude al relevo: el gótico.